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Catmindfulness

El descanso: 

Para mi gata, el mundo es aquello que sucede entre siesta y siesta. Los días son algo a lo que retornar desde una sucesión infinita de duermevelas que la preparan para unos pocos momentos de caza y juego. El descanso requiere un ritual de aseo antes y después de cada cabezada, como si en vez de dormir entrara en estado de meditación, con un ojo en el mundo y otro en su mundo. A ese, su mundo descansado, me arrastra con ella y ahora no sé vivir sin ese oasis diario en el sofá, lomo con lomo, a salvo de la prisa.

Me pregunto por el sinsentido de agotar el cuerpo y el cerebro cazando presas inútiles: con ella he aprendido que el descanso no es una pérdida de tiempo, sino la mejor inversión para cuando llega ese momento decisivo que requiere de toda tu energía.

Observar:

Me he rendido a lo inevitable y he acabado construyendo una especie de trono para ella al lado de la ventana, puesto que es el lugar donde pasa más horas, observando. Yo desconocía ese universo fascinante tras el callejón de los bloques vecinos, la calle adyacente y el jardín del Centro de Día, micropaisajes que nutren su jornada con infinidad de estímulos, ruidos, posibilidades: los gatos que rastrean comida, los abuelos que salen a tomar el sol y hacer gimnasia, las risas de las auxiliares en sus descansos, el señor que ha creado un pequeño huerto urbano, ¡los pájaros en los árboles, que no entren que los cazamos! La lluvia, fenómeno extraño y ruidoso. ¿A qué huele la nieve? Los árboles. La noche. La ventana es el paraíso al que Ava viaja cuando no estoy,  observando un mismo escenario que cambia cada día. Tan igual y tan distinto.

plena atención

Anclajes:

Ava cree que la originalidad está sobrevalorada y el cambio no suele traer nada bueno. Su instinto de supervivencia rechaza el cambio, salvo que el cambio esté enlatado con atún en alguna mezcla distinta; entonces sí, lo acepta sin reservas.

Su tiempo no se rige por horas, sino por hábitos. Consecuencia indeseable es que su reloj interior no distingue sábado de lunes y me veo levantándome los días de fiesta al alba, como hago a diario, desayuno café descafeinado, la engaño con atún y, entonces sí, vamos a por la primera siesta del día.

Los hábitos son su ancla y, por evitarle desazón,  he regulado los míos para entendernos las dos. Ella tiene un mapa en su cerebro gatuno donde registra el orden en que efectúo los movimientos que desembocan en una u otra cosa; cuando cambian radicalmente, se activa en ella una señal de peligro. Y yo, que he andado estos años buscando el cambio y el cambio me ha encontrado en tantas cosas, he pensado que a lo mejor el movimiento es compatible con cierto orden de hábitos que nos anclan a una sensación de estabilidad: puede ser ilusoria, pero es necesaria.

El apego:

Mi gata busca sin complejo ninguno el apego físico y emocional, de forma insistente e inmune al desaliento. Mi cuerpo es un mero colchón ante el que ella valora opciones: si la cadera es el mejor lugar donde acurrucarse o es mejor cavar un lugar entre los tobillos. Se toma su tiempo para encontrar el hueco más cálido. Si me levanto a la cocina, viene a la cocina. Si escribo, se acurruca a mi lado. Voy, viene. Vengo, viene. La echo de mi lado y se va bufando, al minuto vuelve y me marca con la frente: “hola, eres mi humana y me perteneces”.

Ava pasó sus primeros ocho meses en la jaula de una protectora y sabe que el mundo es un lugar que puede ser frío, que los cuerpos sirven para darse calor y los gestos se leen mejor cuando traen cariño. Me sumo a esta verdad.

El sol:

No subestiméis el poder medicinal de unas cuantas volteretas en el balcón, al sol, enseñándole el lomo, las orejas, la tripa. Jugar es de sabios, pero jugar al sol es de sabios alegres.

lo que daría yo

Vaciar los armarios de prisas

vaciar armariosHoy he madrugado para vaciar los armarios de prisas.

Para no despertar a los vecinos lo he hecho en silencio y despacito. Primero he sacado todo lo que había y lo he colocado delante de mí. En primera fila lo que ni siquiera sabía que tenía. Y no muy alto (los vecinos duermen y no tienen la culpa de que yo viva al alba) me he echado a llorar, por descubrir que la mayoría de los objetos que ocupaban tanto sitio en los estantes no eran míos: miedos de otros, expectativas que no me pertenecen, frustraciones que me han colgado a escondidas, objetivos que alguien ha decidido que son míos y que, a falta de espacio en su casa, han aparecido en una esquina de la mía.

Ay, el tiempo perdido y las emociones desgastadas en asuntos, cajones y lugares que no me pertenecen.

En silencio y despacito,  he puesto algo de orden de la manera que os cuento ahora, por si os sirve: primero, he quemado toda esa primera fila de objetos inútiles que no me pertenecen, esto es: miedos, frustraciones, inseguridades, enfados y objetivos que, siendo de otros, ocupaban espacio en mis días. Después me he sentado al lado de todo lo demás un momento, para observarlo. El pasado lo he envuelto con cuidado y lo he bajado al desván, porque tiene la mala costumbre de aparecer cuando menos te lo esperas y ocupar cajones que necesito para otras cosas. El futuro lo he reciclado porque me ocupa muchas neuronas, ya lo iré tejiendo en los ratos libres con los trozos sobrantes del hoy.  Así que de repente me he visto con las pocas cosas que me pertenecen a mí y que corresponden a un tiempo que se llama ahora.

Os cuento que al ordenar el ahora he visto llamadas desatendidas: de esas que viven en lo más hondo y te arrepientes de no haber hecho si te mueres; inmediatamente, las he pasado a primera fila… claro que para eso he tenido que tirar antes los miedos que sí eran míos. No eran tantos. No he encontrado frustraciones, por mucho que he buscado.

Entre una cosa y otra, al volver y revolver, tenía toda la casa llena de una prisa que no puedo tirar, porque la necesito para ganarme la vida y adaptarme a un mundo que, me pertenezca o no, me la pide cada día. Por si os da ideas, os cuento que la he dejado en el perchero de la entrada. Me la pondré cuando salga de casa, si es necesario, pero no dejaré que entre hasta la cocina, que me llena los días de guerra, polvo y malhumor, y bastante he trabajado hoy al alba, despacito y en silencio, haciendo limpieza de miedos y vaciando armarios de prisas.

(La imagen es del fotógrafo Jesús Tejel)

A la vejez, lecturas

A la vejez, lecturas 2¿Sabíais que en las fábricas cubanas existía la figura de un lector, que leía en voz alta a los demás obreros mientras realizaban su trabajo? Lo cuenta Alberto Manguel en su Historia de la lectura. También cuenta Manguel que a San Agustín le reprendieron por leer en la intimidad y en silencio; transgredía el ritual de la lectura en voz alta, compartida.

Cuando somos niños las historias viajan a través de la voz de la madre (o el padre), sonidos de refugio y juego. Después, en algún momento entre el rito del cuento y la mayoría de edad se produce el milagro del encuentro o la historia de desencuentro con los libros. Pero ¿y en la tercera edad? ¿Qué sabemos sobre cómo leemos cuando ya no somos jóvenes? ¿Preferiremos leer o que nos lean? ¿La lectura compartida o en la intimidad? “Se envejece como se ha sido” me dijo una trabajadora social de una residencia, cuando le pregunté sobre esa etapa de la vida. Ahí deduje que, entonces, ¿a lo mejor leeremos como hemos leído?

A Carmen su padre le leía cuentos fantásticos. Algunas tardes, cuando llegaba de la escuela, su padre cogía el mismo libro y le narraba historias de sitios que no conocía, gente de otro planeta con nombre impronunciable,  misterios sin resolver. Era la España de los años treinta en un pueblo aragonés. Con los años, Carmen se casó y con el anillo llegó la renuncia a un tiempo propio, aunque ella no me lo contó como pérdida, sino como un hecho natural. La conocí en los últimos años de su vida, cuando ya no podía moverse nada. Nada. Bajaba -la bajaban- los viernes al club de lectura. Cuando la vida de Carmen  llegaba lentamente a su epílogo y el club finalizó,  subí a despedirme. “Me gustan las historias en las que me siento transportada” me dijo. Con esas palabras entendí su atención y asistencia: venía por querer viajar a un planeta donde moverse con libertad ente historias, lejos de su cuerpo y cerca de un tiempo donde volvía de la escuela y la esperaban su padre y un libro.

A la vejez, lecturas. ¿Podremos leer o nos leerán otros? ¿Querremos solo releer lo que ya nos gusta, estar con gente que ya nos cae bien? ¿Se envejece como se ha sido y se lee como se ha leído?

(Imágenes de Pixabay)

Historias que son faro

“No se puede pensar el faro sin el mar. Porque son uno, pero a la vez lo contrario. El mar se expande hacia el horizonte, el faro apunta en dirección al cielo. El mar es movimiento perpetuo; el faro es un vigía congelado. El mar es voluble, el faro es un señor estoico. El mar atrae desde la lejanía (…) el faro llama con su luz desde la bruma”.

Jazmina Barrera, en su Cuaderno de faros, peregrina a través de sus vivencias sobre algunos de los faros que le atrajeron.  faro 2Cuenta Jazmina que ese libro nació de un impulso coleccionista, en este caso, de viajes a faros.

¿Coleccionamos todos algo?

Porque dice mucho de nosotros lo que acumulamos en cada momento, o dónde depositamos este afán de atesorar objetos, experiencias, paisajes. En mi caso, no soy una coleccionista obsesiva, más bien camino ligera por la vida y las cosas: he afanado con sensatez  intereses distintos, que cambian con la edad, y mis pocas posesiones han sufrido expurgos implacables producto de muchas mudanzas. Salvo por algo que este libro me desveló: colecciono historias. Mi memoria, ajena a mí, atrapa y atesora con instinto cazador lo que me cuentan personas, libros, paisajes, situaciones; mis tesoros se almacenan en neuronas invisibles.

Historias que son faro

Viajar con Jazmina por tantos faros despertó otra pregunta, la de saber qué ejercía de faro entre brumas y mareas inciertas: personas, afectos y creencias, sin duda. Pero faro inesperado han sido las historias: en ellas, todo viaje tiene un sentido, un argumento, una lógica y un puerto al que llegar. Por contra, la vida no siempre procede narrativamente: en los días de carne y hueso, lo que pensamos comedia se torna drama, un personaje muere cuando no toca, y los secundarios obtienen, a veces sin esfuerzo, la atención.

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Las historias y los libros son faro porque con ellos viajamos en las noches oscuras: amamos pasiones sin lesiones, aprendemos lecciones sin baches y vivimos odiseas sin tanto esfuerzo.

Colecciono historias porque, al escuchar y leer los relatos de otros,  se carga la batería de una luz poderosa.

Cuando las escribo, sé que al menos, en ellas, no existe la noche y, si llega, puedo conducir las naves a palabras que lleguen a buen puerto.

 

Serenidad contagiosa

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El miedo es contagioso, aunque la serenidad también: retroviral para el miedo y pócima de fabricación propia que nos inmuniza ante decisiones precipitadas, sosiega preocupaciones y alivia la impotencia.
Vivimos días en los que unos se arriesgan saliendo a una guerra invisible y otros resisten simplemente estando, en una forma de vida vestida de cuatro paredes. Este desafío temporal nos sorprende vulnerables, y desde la atalaya del hogar se divisan inquietantes calles vacías y hospitales llenos. Unos se dan y lo dan todo, y otros se sienten confinados en la no acción.
Incluso la rama más alejada forma parte del árbol, y el árbol del bosque, y el bosque de un infinito, por el que se multiplica al cuadrado el temor, pero también la templanza y el saber hacer, dejar hacer y estar sin hacer porque mucho habrá que hacer luego. Es un verbo que nos acompañará mucho tiempo.
Seas la rama del árbol más alejada, o el tronco que sostiene, todo puede darse la vuelta mañana, y el que es rama le toque ser tronco y el que es tronco se vuelva rama, aparentemente prescindible. Seas rama o tronco, que corra la savia de la serenidad: en la acción o en la no acción, en la fragilidad o la fortaleza, en el hacer o en el no hacer, en el ayudar o el pedir ayuda. Hagámosla contagiosa.