Recolectora de amaneceres (y atardeceres)
Me levantaba la primera, cuando el resto de peregrinos dormían, susurrando canciones de amor al nuevo día. Quería sorprender al amanecer con el ruido de mis pasos sobre la tierra recién levantada; música infinita, el suelo dando la bienvenida a mis pies.
Para mantener la llama de mi romance con los amaneceres, dormía en albergues a ciertos kilómetros de distancia de las poblaciones señaladas como final o comienzo de etapa, lejos del ruido. Así, al despertar, me aseguraba unos pocos kilómetros menos habitados, en los que sólo yo visitaba el día, nadie más que yo existía en el Camino.
El sol nacía para mí, y yo le recitaba un salmo de posibilidades, pasos que huelen a tierra mojada, inocencia, fuerza y voluntad. Escribía:
“No quiero ser nada especial cuando sea mayor, ni un gran sueldo si me quita el sueño, ni a nadie que me robe la salud. Sólo quiero ser lo que ya soy.
Quiero recordar, cada día, al alba, que si hay prisas, son herencia de un mundo que no me pertenece.
Quiero abandonarme a la vida, a la que poco le importan los mapas o los planes. Que mi hogar sean personas que quieran dar y recibir amor, del bueno.
Quiero caminar ligera de equipaje, para no perder tiempo en gestionar cosas que no me importan. Que me ocupe el tiempo contar, de las grandezas y miserias de la vida, las primeras.
Quiero levantarme cada mañana y guardar en amanecer en el corazón, donde está el infinito que atesora las veces que, pese a todo, nace el día, las ilusiones, los intentos y esperanzas. Deseo llevar todo eso en la mochila y, cuando cante mi último verso, poder decir que, en esta vida, he sido recolectora de amaneceres”.
(Un extracto del capítulo “Amanece. Las luces del alba saludan al peregrino”).
El Camino de Santiago, un viaje entre el cielo en la tierra. Jesús Tejel (fotografías) y Reyes Lambea (textos). Booktrailer