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Recolectora de amaneceres (y atardeceres)

Me levantaba la primera, cuando el resto de peregrinos dormían, susurrando canciones de amor al nuevo día. Quería sorprender al amanecer con el ruido de mis pasos sobre la tierra recién levantada; música infinita, el suelo dando la bienvenida a mis pies.

Para mantener la llama de mi romance con los amaneceres, dormía en albergues a ciertos kilómetros de distancia de las poblaciones señaladas como final o comienzo de etapa, lejos del ruido. Así, al despertar, me aseguraba unos pocos kilómetros menos habitados, en los que sólo yo visitaba el día, nadie más que yo  existía en el Camino.

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El sol nacía para mí, y yo le recitaba un salmo de posibilidades, pasos que huelen a tierra mojada, inocencia, fuerza y voluntad. Escribía:

No quiero ser nada especial cuando sea mayor, ni un gran sueldo si me quita el sueño, ni a nadie que me robe la salud. Sólo quiero ser lo que ya soy.

Quiero recordar, cada día, al alba, que si hay prisas, son herencia de un mundo que no me pertenece.

Quiero abandonarme a la vida, a la que poco le importan los mapas o los planes. Que mi hogar sean personas que quieran dar y recibir amor, del bueno.

Quiero caminar ligera de equipaje, para no perder tiempo en gestionar cosas que no me importan. Que me ocupe el tiempo contar, de las grandezas y miserias de la vida, las primeras.

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Quiero levantarme cada mañana y guardar en amanecer en el corazón, donde está el infinito que atesora las veces que, pese a todo, nace el día, las ilusiones, los intentos y esperanzas. Deseo llevar todo eso en la mochila y, cuando cante mi último verso,  poder decir que, en esta vida, he sido recolectora de amaneceres”.

(Un extracto del capítulo “Amanece. Las luces del alba saludan al peregrino”).

El Camino de Santiago, un viaje entre el cielo en la tierra. Jesús Tejel (fotografías) y Reyes Lambea (textos). Booktrailer

Mujeres que caminan

“Los lugares nuevos te ofrecen nuevos pensamientos, nuevas posibilidades. Explorar el mundo es una de las mejores maneras de explorar la mente, y el caminar viaja a la vez por ambos terrenos”. Lo dice Rebecca Solnit, en su “Wanderlust, una historia del caminar”.

Cuando caminamos los lugares (conocidos o nuevos) nos apropiamos de ellos, los hacemos nuestros. Por eso caminar engancha: sientes en el cuerpo el paisaje, lo haces tuyo, y te sana. “Caminar es un remedio contra la ansiedad o la melancolía (…) La suerte del caminante, dentro de su angustia, es la oportunidad que se le ofrece de un cuerpo a cuerpo con su existencia, de conservar un contacto físico con las cosas”, dice Le Bretón en su “Elogio del caminar”.

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Caminar es un verbo que nunca he dado por sentado: mi padre padeció polio y, aunque ha sobrevolado el mundo con paso firme, lo ha hecho con muletas y en silla de ruedas. Mi madre, por su enfermedad, no podía dar muchos pasos. Por esa certeza, cuando llegué a la plaza del Obradoiro les brindé los kilómetros en los que recogí las historias de tantos que me contaron su porqué: el misterio de los que cometen la locura de echarse la mochila a la espalda durante ochocientos kilómetros… ¡por propia voluntad!

 

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Cuando comento que mi siguiente proyecto literario se centra en historias de mujeres que caminan, inmediatamente surge el tema del viaje y los amigos me llenan de referencias literarias de pioneras y exploradoras, mujeres que han hecho cima o abierto lejanos caminos.  Sin duda la exploración, el viaje  y el reto son motivos detrás de tantos pasos que resuenan atractivos y aventureros. Pero también se camina por trabajo, por huida, por supervivencia o como forma de contemplación o redención: se caminan los claustros, caminan las pastoras trashumantes, las mujeres que “hacen la calle”, las que desfilan. Caminan mujeres hasta el pozo de agua, la peregrina tras una promesa, la mujer que huye de una guerra. Caminan las mujeres estresadas que buscan calma, amigas en grupos de paseo o marcha nórdica. La que vaga por la ciudad por el propio placer de hacerlo, la que a diario acude a su huerto. Las que caminan como forma de protesta. Caminan las mujeres que no pueden caminar pero vuelan y se apropian de lugares que les pertenecen por derecho.

Por sus historias, yo caminaré palabras.

El club de aprendices para toda la vida

María Belmonte, en “Los senderos del mar, un viaje a pie” cuenta que la Academia de Azkoitia, nacida en el siglo XIX en la localidad con el mismo nombre, reunía a personas con inquietudes intelectuales. Los lunes se hablaba de matemáticas; los martes, de física; los miércoles, de historia; los jueves, música; los viernes, geografía; los sábados cuestiones distendidas y los domingos conciertos. Una parte de mí hubiese querido ser un caballero de esa época para asistir a veladas diarias y aprender todos los días muchas cosas. Pero inevitablemente mi empatía viaja a las mujeres que no eran dignas de dichos clubs, y a mis bisabuelos, cuyo aprendizaje tenía más que ver con la supervivencia o los ciclos de las cosechas, dos asignaturas que desconozco.

María realiza en ese libro una travesía a pie por la costa vasca, paisaje de su infancia. Y en su forma de caminar y contar lo que camina, paseamos por igual geología y sensaciones, historia e historias, geografía y recuerdos, literatura y mitos, biología y la magia del paisaje, la lógica de los árboles o el azul del cantábrico; su experiencia física al caminar durante horas y su pasión por el viaje. Leerla es como asistir a una Academia Azkoitia apta para todos los gustos y públicos.

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No entiendo esta vida sino como una bitácora, un cuaderno de pasos en el que se aprende de cada huella. Sé que a muchos de vosotros os sucede lo mismo, porque a tantos nos dieron un carnet invisible de pertenencia a ese club, el de aprendices para toda la vida.

En este lobby de gente inquieta hay barra libre de temas, y cada cual bebe según necesidad o apetencia: de lo que es útil para el oficio o para conseguir un oficio, de herramientas de vida en cada etapa, del tema que a uno le da placer sin más, del que le ayuda a entender las mareas del pensamiento o los misterios del mundo, del que le hace sentir ese mundo a golpe de viaje.

Aprender es también empujarse a saber de caricias y anhelos, atrapar paisajes nuevos o escuchar de forma nueva los viejos. Observar lo que pasa en nuestro trozo de calle. Leer entre líneas, esculpir el silencio, descifrar la sencillez de los afectos y el lenguaje de la música. Y apreciar los saberes de los que no asistieron a Academias Azkoitias, pero enseñaron y aprendieron.

#loca por la #paz

paseanteentraje Vi a un hombre paseando por el bosque en traje y corbata y lo seguí. Pensé  que un golpe de locura le llevaba al buen hombre al barro del camino en zapatos de piel y traje de seda. Luego recapacité, a lo mejor la loca era yo por seguir a un señor en traje y corbata por caminos perdidos: le dejé en paz con su misterio y me retiré a la mía, a mi paz, que recupero paseando cámara en mano, normalmente sin seguir a nadie.

Hay gente que me lee y piensa que sé más que ellos de serenidad, de lucidez, y  que me levanto por las mañanas cantando sabiduría.  En verdad porque  pierdo el equilibrio más que nadie, lo busco con más ahínco. Camino para encontrarlo y escribo como remedio cuando ya no lo tengo, procurando recordar que la paz es un sendero al que hay que echarse, cada día, con lo puesto.

La música del #re_nacer

IMG_20180329_093703Hace sólo unos meses que soy árbol y ¡ayer me salió del estómago esta hoja iluminada! Pensé que esto debe ser lo que llaman primavera: el comienzo de algo incluso cuando un día tonto te hable en lenguaje de final.
Decidas o no estar presente en tu vida, la música sigue sonando: nacen notas de los troncos,  las hojas bailan salsa donde violines blancos tocaban Réquiem, una nota renace en un compás soleado.

Decidas o no ser feliz, todo te grita que sacudas del corazón el invierno y  escribas  #comienzo donde antes sentías #final: eso debe ser lo que llaman primavera.