A suplicar con humor.
De cómo supliqué a un funcionario “por el AMOR DE DIOS NECESITO ese certificado”… es una larga historia; la administración pública ha conseguido de mí que pierda mi norte con frecuencia, en público y a voz alzada, generalmente sin ningún resultado salvo mi vergüenza y la empatía de los presentes. Súplicas confesables, por comunes: la de una amiga a su marido infiel, la emitida al Dios Hacienda, para que no te castigue. La de que “él te llame” (como si eso funcionara). La de que no llueva el día de tu boda, la de los equipos de fútbol a la Virgen de cada cual (parece ser que la Liga ¿se juega en más allá?). La de la vela para el día del examen, el grano que no crezca,
la falda que te quepa, que llegue el viernes, o que no llegue la multa: súplicas de estar por casa por las que, cuando toca, hay que perder la compostura a gusto, por respeto a aquellas otras, de otros, que tienen que ver con no me mates, dame alimento/refugio/cúrame. Por eso me arrastro por un certificado, suplico amor, pido ayuda a un amigo, traiciono mi orgullo por un abrazo, y por eso respeto a mis amigas que esperan con su súplica a la puerta del trabajo de sus maridos infieles. Porque unos días toca pedir y otros dar, y “perder la dignidad” hoy, es aprender la humanidad que mañana regalamos al otro.
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