Mis decálogos

Amar sin estar enamorado

En vietnamita existen diferentes palabras para formas distintas de amar. Thich, amar con gusto. Thong, amar sin estar enamorado. Yêu, amar amorosamente. , amar con embriaguez. Mu quang, amar ciegamente. Thinh nghia, amar por gratitud. Las apunté rápido con tinta certera cuando leía Ru, de la vietnamita Kim Thuy, en un viaje literario por autoras asiáticas del que aprendí otros lenguajes, otras lógicas, otras formas de narrar.

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En español sinónimo de amar es querer, que parece relegado a un papel secundario, como si fuese un sucedáneo descafeinado del deseo. Pero resulta que me gustan los actores secundarios y las tramas subyacentes, y prefiero querer más que amar: atesora un segundo significado, el de la voluntad. Tal vez «querer hacer o ser algo» sea también amar algo. El castellano entonces guarda la sorpresa de este verbo que es mitad afecto mitad decisión de profesarlo. Y aunque el diccionario me recuerda que sinónimo de amar es también desear, hoy convierto a querer en protagonista: quiero explorar con vosotros todos esos verbos vietnamitas de amor, a ver qué resulta.

El verbo amar con gusto, el de los que se saben disfrutones porque, si no gusta, ¿para qué amar? El de amar amorosamente, que conjuga mi gata en el sofá. El de amar con embriaguez, del  que ya me aburrí, pero… si es el vuestro, tranquilos, porque ¡historias hay mil! El de amar sin estar enamorado, que es el del noventa y mil por ciento del universo infinito de las cosas y personas que amo. El de amar ciegamente, que escondo debajo de una piedra, lo cambio por otro que defina amar con lucidez. El de amar con gratitud a esas personas que ya no están en tu vida, pero estuvieron y te dieron.

Nos inventaremos otra palabra para amar con libertad: cuando dejas marchar o decides ser y dejar ser. O amar con calma, que dibuja con trazos delicados el baile de los afectos: se posan donde ellos quieren por efecto de la gravedad. El de amar porque no queda más remedio: lo conjuga la buena gente que se rinde a su buen carácter y prefiere no odiar. El de amar con sensatez lo que equivocas. El de amar por amar, sin objeto ni objetivos. El de amar toda la vida, que en pasado y presente predice el futuro perfecto de personas, causas y lugares que te  ayudarán a conjugar todo lo demás.

Queríamos ser árboles

IMG_2747“Queríamos ser árboles: así de calladas, así de quietas. Ser ramas para que el viento fuera lo único que nos sacudiera y no tener que preocuparnos nada más que por la intensidad de las lluvias”.  El fragmento es de Sara Jaramillo Klinkert en la novela Cómo maté a mi padre, crónica de supervivencia familiar al asesinato de su padre a cargo de unos sicarios en Colombia. A lo largo de las páginas el duelo se desnuda diferente en cada uno de los que quedaron. Sara lo cuenta bello, lo escribe sincero y el libro vuela poético. “Pero cuando soplaba el sopor tibio del final de la mañana, abríamos otra vez los ojos y nos dábamos cuenta de que nada había cambiado, de que seguíamos siendo las mismas dos mujeres intentando ser fuertes”, dice.

Queríamos ser árboles.

Conocí una chica que, cuando entraba en pánico, paraba el tiempo y se ponía de cuclillas, de repente.  Manos en los oídos, ojos cerrados, sentidos desactivados. Se hacía avestruz. Inmutable a lo que hiciéramos o dijéramos para sacarla de su concha improvisada. Había desarrollado con los años ese método infalible para que el mundo la dejase en paz. La joven tenía síndrome Down, trabajábamos en un centro ocupacional y vi muchos otros mecanismos de defensa ante lo que nos resulta insoportable. En las noches de confinamiento me acordaba de esa chica avestruz y las dos mujeres árboles, y yo también me volví  avestruz y árbol a ratos, porque lo terrible hay que beberlo a sorbos pequeños. Replegaba las ramas temprano; apagada la realidad y encogida en la cama, buscaba consuelo y libertad al calor de un libro.

Queríamos ser árboles.

“A veces, también hay lugar para las cosas hermosas. Y para las personas, como mi madre, capaces de crear bosques a sabiendas de que ni siquiera le alcanzará la vida para disfrutarlos” dice la autora de su madre, cuando ésta decide  vivir en el campo y fabricarse el bosque. Salvarse.

Queríamos ser árboles.

En los naufragios, cada uno nos salvamos a nuestra manera. Cada cual busca anclas en el sitio más insospechado. Encontramos norte debajo de las piedras. En los afectos, la belleza,  un río, un recuerdo, una ilusión, una sensación, una oración. En un beso. En amasar pan y tiempo. En el baile. En las palabras. En las historias. Mejor tener trucos varios y sacar de la chistera el que mejor convenga.

Elegir la alegría

En París vivía una niña iraní que surfeaba por las noches pesadillas de desarraigo. Acudía a la cama de sus padres para acogerse a sagrado, pero su padre la devolvía a su habitación de hija única, donde regresaba a la tierra del miedo. Hasta que llegó a la casa Shirin, también refugiada, también hija de refugiados, con la que compartió temporalmente habitación y cama. Shirin flacucha, fea, pálida y bigotuda, eterna payasa que hacía muecas, baile, teatro, pantomima y juegos, le devolvió con su cuerpo el calor, y con su risa inagotable la alegría. Shirin la maga fue albergue temporal de felicidad, pero se fue con sus padres y su magia a un hogar propio donde hacer muecas, baile, teatro y pantomima. La escena tiene lugar en la novela Marx y la muñeca, de Maryam Madjidi niñas, y Shirin es un breve capítulo, una mariposa leve en una novela en la que la adulta Madjidi canta a partes iguales la gravedad y gracia de su propia historia.

Las miradas me devuelven tristeza cuando cuento que pasé unos meses en India en un orfanato. Pero lo cierto es que fue un lugar donde aprendí alegría: las muecas, baile, teatro, pantomima, juegos, arrumacos, canciones, abrazos, más canciones, arrumacos, juegos, pantomima, teatro, baile y muecas. Lo innombrable y el pasado, en esos niños de todas las edades, quedaba enterrado en un pacto de silencio. En esa misma caja de Pandora guardé mi pasado y mis pocas penas. ¿Quieres ser mi mamá? me preguntó en gujarati una niña de cinco años, como el que sugiere jugar a la pelota. Fuimos mamá e hija de mentira hasta que a los días se cansó y se fue a buscar a otra. Nos hacía piruetas y después pasaba la gorra, donde echábamos piedras y aplausos. Semanas después sus padres de verdad la recogieron, a esa niña perdida pregonada en los periódicos y encontrada en un orfanato. Marchó con ellos llorando y no quise preguntar por qué.  No pude.

Quién no se ha sentido huérfano en algún momento de su vida: de salud, afectos, sustento, libertad, expectativas. Shirin y la niña perdida elegían la alegría como un lugar al que volver: traviesas y chispeantes, acudían a la risa como a la cama calentita en invierno o a un libro en noches de pandemia. Como al hogar salvavidas en un océano de desarraigo.

 Fotografías de Jesús Tejel 

La esperanza eficiente

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Tenemos una relación rara con la esperanza: unos la tachan de consuelo bobo, como si fuese enemiga de lo real. Otros, visten todo con ella, negando problemas.

Yo la miro como lo que creo que es: una emoción. En nuestra supervivencia,  el miedo nos sirve para huir y salvar la vida y la ira para atacar si es preciso…  Pero, para reconstruir cualquier proceso (personal o comunitario) sospecho que es mejor abordarlo con cierta esperanza, eso sí, eficiente: la que se basa en buenas prácticas desarrolladas por otros, la que parte de la propia experiencia pero la trasciende, la que avanza con los recursos que tenemos. Ni es la del iluso que espera un nosequé ni la tierra baldía que pregonan los que atribuyen al enfado y al combate el título de única estrategia eficaz contra los males del mundo, y cuyo lenguaje se llena de adjetivos de guerra.

La esperanza realista es el mejor punto de partida ante la incertidumbre porque, desde ella, se piensa mejor. Si se piensa mejor, se construye mejor. Y aquí, al mundo, se viene a aportar: todavía está todo por hacer, reformar, arreglar. Ojalá pensemos en esto cada vez que levantemos algo, incluso si ese algo es nuestro ánimo: hacerlo desde el enfado, desde la prisa, desde el miedo o la rabia no es eficiente. Estas emociones, tan poderosas, tienen otro papel en esta obra.

Me imagino un ropero de actitudes: ¿nos pondríamos un bikini para abrigarnos o un destornillador para embellecernos? Porque eso -parece- que hacemos hoy,  tiempo de una ira que nos ponemos para todo, tanto que, cuando nos hace falta, deja de tener impacto: cuidado con los que siempre llevan ese traje, tan adictivo (de la del pueblo se alimentaron y grandes dictadores).  Más bien, la temporada que viene, me decanto por una esperanza que  cuente las veces y lugares en que la gente se ha puesto de acuerdo o vive en paz en el desacuerdo porque, sea cual fuere el resultado, esa es la forma que mi conciencia me dicta ponerme a cocinar los días en un caldo de incertidumbre.

Serenidad contagiosa

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El miedo es contagioso, aunque la serenidad también: retroviral para el miedo y pócima de fabricación propia que nos inmuniza ante decisiones precipitadas, sosiega preocupaciones y alivia la impotencia.
Vivimos días en los que unos se arriesgan saliendo a una guerra invisible y otros resisten simplemente estando, en una forma de vida vestida de cuatro paredes. Este desafío temporal nos sorprende vulnerables, y desde la atalaya del hogar se divisan inquietantes calles vacías y hospitales llenos. Unos se dan y lo dan todo, y otros se sienten confinados en la no acción.
Incluso la rama más alejada forma parte del árbol, y el árbol del bosque, y el bosque de un infinito, por el que se multiplica al cuadrado el temor, pero también la templanza y el saber hacer, dejar hacer y estar sin hacer porque mucho habrá que hacer luego. Es un verbo que nos acompañará mucho tiempo.
Seas la rama del árbol más alejada, o el tronco que sostiene, todo puede darse la vuelta mañana, y el que es rama le toque ser tronco y el que es tronco se vuelva rama, aparentemente prescindible. Seas rama o tronco, que corra la savia de la serenidad: en la acción o en la no acción, en la fragilidad o la fortaleza, en el hacer o en el no hacer, en el ayudar o el pedir ayuda. Hagámosla contagiosa.