Una locura, lo sensato.

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Por amor. Por sobrevivir, o por la búsqueda de un mejor vivir. Porque sí. Cuando no queda otro remedio. Cuando no se cometieron en su día y se nos extraviaron experiencias. Cuando un desastre nos aboca a la huida o un deseo de cambio, a la vida. Por salvarnos, porque también a la razón le susurra la intuición que no todo tiene garantías, que el ensayo y su error es razonable en los grandes y pequeños sinsentidos. Hay veces que una locura es lo sensato, y la serenidad nombra capitán al desorden, Momentos en que el mejor arquitecto es uno mismo cuando rompe los cimientos de todo aquello que le limita para amar, sobrevivir, o mejor vivir lo que nos encuentra mientras navegamos el alma.

Cocinar la vida con lo que hay en la nevera.

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Tu felicidad requiere práctica y talento y, por si no lo sabes, es cuestión de voluntad. Diaria. La sed de emociones pide quimeras, porque nada tan tentador como una buena paella no teniendo marisco: nos enseñan que los delicatessen, cuanto más caros y lejanos, mejor. Juega a nuestro favor que, para el alma, precio y valor no son sinónimos, y aprendemos que la dicha se amamanta con sencillez. Que si algo o alguien no te llena, pues problemicas tenemos todos, y tendrás que inventarte tú otra fórmula o fabricarte formas nuevas de vivir lo que ya tienes, en tanto en cuanto luchas (o no) por que todo cambie. Que todo esto del día a día no va de grandes gestas, sino del poco a poco. Que el vaso del esfuerzo se agota y aliñar tus horas con alegría, especialmente cuando no hay razones para ella, es lo más razonable. Que la felicidad requiere habilidad: la que desayuna alquimia con café. La que, al alba, nos anima hoy y ahora a cocinar algo rico con las alegrías y tristezas que tenemos en la nevera.

Quiero ser recolector de amaneceres.

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Ya no quiero ser nada especial “cuando sea mayor”, ni una casa si va con hipoteca, ni coche si no lo necesito. Ya no quiero un gran sueldo si me quita el sueño, ni a nadie que me robe la salud. Ya no quiero ser la primera, y me importa un pimiento ser la última, si así disfruto más. Ya soy mayor: sólo quiero ser lo que ya soy. Quiero recordar cada día que si hay prisas, no son mías, sino herencia de un mundo que no me pertenece. Que si tengo (o no) trabajo, no soy mi trabajo. Quiero abandonarme a la vida, a la que poco le importan los mapas o los planes. Que mi hogar sea cualquier persona que necesite dar y recibir amor, del bueno, sin estrategias, ni técnicas de asertividad, ni andar poniendo límites al corazón. Quiero caminar ligera de equipaje, para no perder tiempo en gestionar cosas que no me importan. Escaparme a la soledad cuando lo necesite, y a la vuelta celebrar el abrazo. Que me ocupe el tiempo contar, de las grandezas y miserias de la vida, las primeras. Quiero levantarme cada mañana y guardar el amanecer en el corazón, donde está el infinito que atesora las veces que, pese a todo, nace el día, las ilusiones, los intentos y esperanzas. Quiero llevar todo eso en la mochila y, cuando me llegue el momento, poder decir que, en esta vida, he sido recolector de amaneceres.

El arte de la vulnerabilidad

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Un amigo me envió la foto de este petirrojo que parecía delicado y cantaba lastimero: Tú que tienes talento, anda, escríbele algo, me dijo. Ay, petirrojo, qué puedo decirte yo. Que unas veces toca el gorjeo alegre de las noches de verano, pero otras, el canto más bello es aquel que en invierno acaricia el difícil arte de la vulnerabilidad.