A tus pies

Hace unos días mis hermanas y yo encontramos una carpeta entre las cosas de mi padre. En ella, un poema que tituló “Canto a mi novia”, que rimaba como a mi padre le gustaba que rimara todo: con orden y concierto. Lo escribió un 17 de marzo de 1965, cumpleaños de Elena, su novia, que luego fue mi madre.

papá y mamá

A todos los hijos nos sorprende que nuestros padres hayan tenido una vida secreta antes de nosotros: descubrimos que se amaron como amamos nosotros, tuvieron el mismo miedo, cometieron torpezas y les acecharon temores, sembraron errores y aciertos. En esa carpeta de mi padre encontré parte de esa «vida misteriosa de mis padres antes de mí». El papel amarillo en el que lucía, vestido de fiesta, un destello de su noviazgo breve, firme y claro.

canto a mi novia

En ese “Canto a mi novia” de hoja desgastada y versos de otra época encontré la respuesta a una pregunta que me llevo haciendo años, entre amores y desamores propios y ajenos, en las historias que me contáis tantos corazones remendados, esos que, una vez cosida la última herida, volvéis -volvemos- a palpitar tímidos y quebradizos. Tal vez la revolución, en este tiempo de amores líquidos y afectos con freno y sordina, sea mostrarse sin más, sin muros ni reparos, sin dudas ni por si acasos. Tal vez las palabras con las que deberíamos firmar cada paso, en temas de corazón, sea ese “A tus pies” que mi padre escribió con mano firme.

Porque el amor es la única batalla en la que ganas cuando te rindes, donde lo que te hace fuerte es ser vulnerable. Tal vez lo que no se entrega dispuesto a la victoria sean, sin más, versos sueltos sin rima, orden ni concierto.

 

El adiós es un lugar donde crece el limonero

Pocos días antes de la muerte de mi padre, en una mañana de finales de este agosto, pasamos las horas con él echado en su silla, mirando el infinito de su ventana –pinos, cielo, la brisa que alimentaba la primera hora del día- amasando con amor la canción del final. Sabíamos que el momento se acercaba; la muerte, más que acecharnos, nos abría los brazos a todos, nos rendía con dulzura a lo inevitable. Pude recitarle estas palabras:

En tu último viaje, llena tu maleta de logros y entierra las culpas en el jardín, para que crezca un limonero. Arregla los perdones antes de salir de casa. Recuerda los trazos de amor que han dibujado tu vida: lo demás, poco importa.

A mi padre la vida y un ictus le arrebataron el lenguaje en sus últimos meses: un hombre hecho de frases poderosas, que seducía con la palabra, que conquistaba con su discurso, que sacaba pecho contando chistes. Y tuvimos que inventar una forma nueva de comunicarnos, de despedirnos.  Pero las palabras son semillas misteriosas que arraigan a capricho en el corazón y, desconocedora de hasta qué punto me entendía mi padre, en un acto de fe, en esa mañana al filo de la eternidad, las usé, apelé al poder de las palabras como quien se acoge a tierra sagrada, con un aliño de caricias y risas, cariño y recuerdos, consciente de que estábamos fabricando, para los que quedábamos en tierra, un faro para el después.

Segis y Elena

El último viaje de Segismundo Lambea: una maleta llena de logros

Bajo el influjo de esas frases, antes de partir, pudimos arreglar los perdones y enterrar, junto a culpas y perdones, la semilla del árbol capaz de transformarlos en frutos que den color a cajones de grises y nublados, que nutrirán el futuro familiar. Quise, en su funeral, dedicarle unas palabras y abrir la maleta que mi padre había llenado de logros; compartirlos, como hago aquí, para que los aciertos de los que se nos van guíen el camino de los que quedamos.

Dejadme que los comparta también aquí, dejadme celebrarlos con vosotros:

Su capacidad de lucha y superación personal. Nació en 1931 y al año siguiente una epidemia de polio lo sacudió al borde de la muerte: sobrevivió, pero quedó con una pierna muerta, más corta. En sus primeros años, cuando gateaba y jugaba con otros niños que lo retaban con travesuras, oía a los mayores decir “Deja al chico, ¿no ves que es inútil?” Inútil. Esa era la palabra guarida de una maldición, el pozo de miedos de su madre y su abuela, que temían por su futuro como a un nido de serpientes. Pero él nunca se la creyó y jamás se puso límites: superó barreras físicas, sociales, personales, luchó por sus derechos y los de tantas personas como él. Aquel niño (al que el carpintero le remendaba las muletas de madera a medida que crecía o las partía jugando por los barrancos) se convirtió en un luchador: con los años, consiguió en edificios rampas, accesos, le declaró la guerra a escaleras y a portales imposibles. Lo más importante: transformó nuestra mirada hacia las personas con discapacidad, mucho antes de que leyes, asociaciones, movimientos inclusivos levantaran la voz. Para ello, de forma épica, tuvo que cambiar la mirada hacia sí mismo: superar inseguridades, creerse capaz y sentirse invencible. Sin esa actitud, no hubiese hecho posible lo imposible.

Su compromiso social. Vivió la pobreza con mayúsculas en su infancia: posguerra, hambre, y la muerte de su padre, pastor, al que un rayo mató de repente y dejó una viuda todavía más pobre, con cuatro hijos: Segis, el mayor, de catorce años, y tres más. Mi abuela se dejó la alegría trabajando sin remedio ni esperanza y Segismundo, adolescente, asumió responsabilidades como quien se ve apelado a levantar el peso del mundo. Sin embargo, esos años difíciles forjaron un rebelde lleno de causas, y nunca quiso para nadie más las carencias que vivió en carne propia. Desde esa experiencia vital, encontró en el cristianismo una forma de concretar un mundo más justo, con hechos, acciones, cambios, velando por el bien del prójimo como velas por ti mismo. Se implicó para mejorar su entorno: en su pueblo, Tauste, en movimientos de acción católica, asociaciones de padres, creación del Instituto Musical, la asociación de disminuidos físicos (entonces se llamaban así), y movimientos varios. Me dijo una vez: “hija mía, los pobres o aquellos a los que nadie hace caso, tienen que unirse para conseguir cosas”. Fue veinte años voluntario de Cáritas, y se vinculó económicamente a entidades con causas, porque sabía que “las buenas palabras no dan de comer y las buenas intenciones no pagan el alquiler” (lo veo diciendo esta frase con su dedo levantado, sentenciando). Su compromiso mejoró el mundo.

Su orgullo de pertenencia, a su pueblo, Tauste, y a su familia, de origen humilde (de polvo y trabajo en campos de otros), que nunca escondió, sino que relató e hizo visible –con historias, anécdotas y sacando pecho-  ante los que pretendían o presumían de casta o rango: jamás midió a nadie por su clase social, sino por sus actos.

Su mayor logro: mi madre, el amor de su vida; casarse con ella fue su mejor decisión y, perderla tan pronto, la peor prueba. Su mejor apuesta, la educación de sus tres hijas: fue una prioridad para mis padres que accediéramos a la formación que a ellos les fue vetada por razones económicas, prejuicios sociales y ausencia de oportunidades. Ambos tenían una fe inquebrantable en la educación como herramienta de transformación personal e instrumento de cambio social, alejada de conceptos como élite o prestigio, a los que eran inmunes. Él mismo conservó la inquietud por aprender mientras tuvo vida: cursos en el Centro de Mayores de su barrio, aprendizaje del mundo digital,  el club de lectura en la residencia donde pasó los últimos meses, bajo el amparo de Machado, cuyos versos aprendió de memoria.

Su mayor reto y su victoria: su autonomía. Quiso demostrar que una persona con una discapacidad física puede vivir plenamente y de forma autónoma. Lo consiguió durante nueve décadas y la intentó mientras le fue posible.

Su superpoder: un sentido del humor inmune a desgracias y disgustos, pócima ante la adversidad. A buen seguro le penará no haber sido él el que bromee en su funeral, contando chistes sobre su propio entierro, y así queremos recordarlo: haciendo reír, atrapando la gracia con la que hacía su magia.

Los trazos de amor con los que dibujar el duelo

Como decía al principio, en nuestro último viaje, llenemos la maleta de logros y enterremos las culpas en el jardín, para que brote la semilla de nuestro árbol más querido. Arreglemos los perdones antes de salir de casa. Recordemos los trazos de amor que han dibujado nuestra vida; lo demás, poco importa.

Cuando el barco zarpa, comienza otro viaje para los que quedamos, que llamamos duelo: una cueva llena de vacío que se nos llena de recuerdos (que conviven en desorden, terribles o alegres, despertándome en mitad de la noche, atacando entre tareas, que sobrevienen en el desayuno o se cuelan en los vanos intentos de tus amigos para que salgas de un camino, necesario, que debes transitar por ti mismo y a tu ritmo).

Cuando murió mi madre, nadie me explicó qué era esto del duelo. Por aquel entonces yo era muy joven y no reinaba en palabras: no cocinaba, como ahora,  historias que me salvaran. En esos años se recitaban novenas y frases comunes (No somos nada, tienes que ser fuerte) que en el ataño de otros fueron bálsamo, pero que a mí me sentaban como una comida pesada, ajenas a mi tiempo. De ese primer duelo, de esa orfandad desgarradora, nació mi amor por las palabras, porque busqué salvación en los libros, en las historias de otros, y poco a poco vislumbré en ellas otros duelos, otras pérdidas, otras orfandades, otras frases que sí fueron bálsamo, y entendí que ellas, las historias, nos conectan. Por eso ahora, en mi segunda orfandad (más dulce, mejor armada, plenamente aceptada, con el privilegio de haber podido y sabido acompañar, con el gozo de haber abrazado su cadáver rendida, sin muros ni reparos) me tomo el tiempo de llorar (porque es la forma de salir de la cueva) y sonrío por el acierto de haber atinado a cocinarle a mi padre unas palabras de homenaje, en su funeral, con las que dibujar un trazo de amor que diga adiós.

El duelo para mí es retirarme a un jardín donde plantar emociones, podar malos recuerdos, sembrar palabras y construir un invernadero de historias: que salven otros duelos, abracen otras orfandades y susurren, al oído, que el adiós es también un lugar donde crece el limonero.

 

Desayunos de alquimia con café

“La literatura ha sido, y es, el faro salvador de muchas de mis tormentas” nos recuerda Irene Vallejo con esas palabras de Ana María Matute.

Hay faros grandes, para cuando ejercemos de viajeros épicos atravesando tempestades, y luces, más pequeñitas, que domesticamos en esos días que parecen llenos de lunes de escuela y regañinas. Me gusta inventar pequeñas alegrías que acaricien las tristezas pegadas a la espalda del alma. Como decía Emily Dickinson, “la esperanza es esa cosa con plumas que cuelga del alma”. Ahí, en la misma espalda donde nos echamos el peso del mundo, se esconden las alas de Emily, allí habita la esperanza.

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Por eso todos los días, desde hace años, desayuno alquimia con el café –y canela, mucha canela-. Es al alba donde me siento a dar la bienvenida al día: al duelo, le lloro y después le abrazo como a un maestro; a la ilusión, le doy saltitos de alegría; a la frustración, le invento historias de vencedores; a la rabia, le bailo; a la confusión, le escribo con orden y concierto; en días de  paz, simplemente miro hacia atrás para reconocer las lucecitas que he ido encendiendo estos años en el blog, vislumbrar las huellas en mis cuadernos, en mis libros por escribir, en las palabras dichas a otros,  en abrazos que he podido dar, en adioses bellísimos, en viajes que me atreví a hacer, en decisiones que no dejé que otros tomaran por mí, en los besos que di y los que me guardé, en las personas que me atreví a conocer y las que supe olvidar sin rencor, en los pasos dados de los que me siento orgullosa y los traspiés que me enseñaron a caminar más recta.

Es al alba, con el café con leche, la canela y el silencio, cuando escribo: para salvarme de mis tormentas y alumbrar, poco o mucho, a otros viajeros: las historias nos ayudan a entender el mundo, a escapar de él, a adentrarnos en senderos insondables sintiéndonos seguros, a explorar la esperanza y enfrentar la desesperanza. Cuando la vida se desnuda de lógica, las historias nos visten con sentido: somos seres constructores de sentido, capaces de contarnos el día de una forma nueva: el duelo puede ser un páramo donde caminamos con nosotros mismos, entre la niebla; el cansancio una habitación donde sentarse a pensar; el miedo un monstruo al que, si lo miramos de frente, se hace algo más pequeño; el insomnio una diosa griega que me empuja a tejer palabras; la derrota solo un paso más en una travesía cuyo fin es insondable; la ira un invitado al que echar de casa cuanto antes; el amor, una llamada a la que siempre responder, aunque arrase nuestro mundo conocido.

Tengo un amigo que habla sobre cómo reescribir el guion de tu vida: el primer paso lo doy cuando miro el día de frente y en paz. Cuando escribo en el instante mágico en el que la única luz del mundo que veo encendida es la de mi corazón: cuando las alas están vivas y las plumas cuelgan, como decía Emily, del alma.

Por todas estas razones decidí hace años, en este blog, que pese a las tristezas que nos trae el mundo, la crispación que lo habita, por encima de batallas que no me importan – o para alimentar de esperanza las que sí me atañen- todos los días, al alba, desayunaría alquimia con café: que cada una de las cosas feas que me ocurrieran las transformaría, con el poder de las palabras, en faros que alumbren tormentas o en pequeñas lucecitas que apacigüen los días.

«Hope is the thing with feathers that perches in the soul»

Emily Dickinson

Palabras como flores de manzanilla

“Estas son solo unas notas para recordar el camino” dice Nieves Pulido en su poemario Flores; los poemas, cada uno con nombre de una flor distinta, cada uno como una nota, una pequeña melodía. ¿Con qué flores sembramos nuestros días? ¿Qué aroma entonan los pensamientos?

palabras como flores de manzanilla

El ramo de las primeras veces, lleno de rosas y lirios del valle, margaritas e ilusión. El de las despedidas, hojas recién caídas del árbol. El de las oportunidades, que huele a lavanda silvestre creciendo ajena al esfuerzo, espantando el mal. El del juego y la alegría infinita de los girasoles: yo también busco la luz, soy girasol sol sol que saca los brazos al sol.

Por qué no regalarnos un ramo de esperanza y jazmín, como cada vez que alguien nos envía a casa palabras con aroma a confianza. En su honor, en días grises me fabrico un ramo de sueños de dientes de león que sobrevuele la niebla que puebla la rutina: ellos hablan el lenguaje de las hadas, ¡es bueno dejarles hacer!

Ay, aquellas veces en las que un ser querido nos da un beso con rama de olivo y olvida un enfado. Los abrazos de todo tipo y condición, como flores de manzanilla, que todo lo curan… así quisiera que fuesen las palabras que canto y los libros que escribo.

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Hoy quiero creer que las flores, ideas, palabras, pensamientos, incluso muchos de nuestros recuerdos son una manera distinta de flor de loto: da igual si nacen del barro, la tristeza o el miedo. Al final, un solo nenúfar puede iluminar todo el estanque.

Así quisiera que fuesen las palabras que canto y los libros que escribo.

Orientar el corazón hacia el este

Me gustaría anclarme en la vida como las iglesias románicas y las catedrales góticas: orientadas hacia el este, por donde nace la luz. Seguir con los ojos los rayos de sol y girar la columna para que aterricen en mi cara las ganas de vivir, de crear, de sentir.

En la catedral de León reina un continuo atardecer porque un arquitecto sabio supo que el quid de la cuestión era acristalarse de tal manera que la luz viajara a través de infinitos naranjas hasta el ocaso. Así se camina el día, así se caminan los días, así se camina el Camino de Santiago hasta Finisterre, el atardecer al final del mundo, el naranja definitivo.

catedral de león

Durante años caminaba con mi réflex por la ribera del Ebro al amanecer y al atardecer, donde habita la mejor luz: la de la sabiduría y la de las brujas, las ideas, los propósitos, los reflejos del agua. Enmarcada entre ambas luces trato de recorrer el día y sus rutinas, sus problemas, sus prisas y despropósitos como puedo, como cada cual. Pero escribo todos los días al alba y me recojo con un libro al atardecer, porque cuando bailo con las palabras busco un territorio distinto, de luz y libertad, que nada tiene que ver con el tiempo y, mucho menos, con los tiempos. Si no instalamos nuestras horas con sublimes cristaleras, como la catedral de León, se nos escapa la luz, dejamos de crecer y ensancharnos en su búsqueda.

Hay épocas en que el corazón se despierta lleno de hojarasca y espinas; es bueno sentarse y, una a una, arrancar con cariño los miedos y disgustos, acallar decepciones prepararle un ungüento. Cogerlo con manos de madre y asegurarse de que, una vez curado, palpita de nuevo bien orientado hacia el este, por donde nace la luz.