Orientar el corazón hacia el este
Me gustaría anclarme en la vida como las iglesias románicas y las catedrales góticas: orientadas hacia el este, por donde nace la luz. Seguir con los ojos los rayos de sol y girar la columna para que aterricen en mi cara las ganas de vivir, de crear, de sentir.
En la catedral de León reina un continuo atardecer porque un arquitecto sabio supo que el quid de la cuestión era acristalarse de tal manera que la luz viajara a través de infinitos naranjas hasta el ocaso. Así se camina el día, así se caminan los días, así se camina el Camino de Santiago hasta Finisterre, el atardecer al final del mundo, el naranja definitivo.
Durante años caminaba con mi réflex por la ribera del Ebro al amanecer y al atardecer, donde habita la mejor luz: la de la sabiduría y la de las brujas, las ideas, los propósitos, los reflejos del agua. Enmarcada entre ambas luces trato de recorrer el día y sus rutinas, sus problemas, sus prisas y despropósitos como puedo, como cada cual. Pero escribo todos los días al alba y me recojo con un libro al atardecer, porque cuando bailo con las palabras busco un territorio distinto, de luz y libertad, que nada tiene que ver con el tiempo y, mucho menos, con los tiempos. Si no instalamos nuestras horas con sublimes cristaleras, como la catedral de León, se nos escapa la luz, dejamos de crecer y ensancharnos en su búsqueda.
Hay épocas en que el corazón se despierta lleno de hojarasca y espinas; es bueno sentarse y, una a una, arrancar con cariño los miedos y disgustos, acallar decepciones prepararle un ungüento. Cogerlo con manos de madre y asegurarse de que, una vez curado, palpita de nuevo bien orientado hacia el este, por donde nace la luz.
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